Por Cristián "Lolo" Poncetta

El hombre flaco, espigado y de cabello entrecano prendió un cigarrillo en el fondo de la barra de un bar, exiguo y bien iluminado, del bulevar. En un pasado reciente, le sentaba bien pasar las tardes en aquella taberna, conjurando al tiempo y a la conciencia de su paso. Sacó un bolígrafo y un cuaderno de su bolso. A veces solía tomar algunos apuntes. Escribió algo sobre trenes. Una historia relacionada con boletos de ida, rieles sinuosos, silbidos de hollín y estaciones solitarias. Buscaba hilar aquello, otorgarle un sentido a su relato.

Aunque no lo lograba. Un sentimiento de pesadumbre recayó sobre el hombre. El sonido de una taza que se estrelló en el piso, proveniente de la cocina del bar, sacudió su ensimismamiento. Levantó la mirada de las hojas rayadas en dirección al espejo que había en la pared, detrás del mostrador. Observó su rostro. Tenía una barba blanca de dos semanas y advirtió que sus ojos color miel estaban ligeramente abrillantados. Continuó escribiendo.

En un momento dado, un zumbido intermitente volvió a desviar su atención. Alzó la vista de su cuaderno y examinó el periplo que realizó un moscardón hasta que finalizó en el margen de su copa. Se interrogó, por un instante, sobre la procedencia del insecto, sobre el recorrido que había hecho hasta posarse en el vaso casi vacío de whisky. La mosca agitó sus alas y frotó las patitas delanteras. Tras unos segundos allí, echó a volar en soledad y silencio. Al hombre, lo aturdió ese silencio. Pensó en lo frágil y anónimo del viajero.

En su obscura existencia. Insignificante, breve. En su triste relación con los desperdicios, esa mierda que escruta. Se mareó un poco. Pidió al camarero que no le sirva un trago tras otro. Le solicitó que le dejara la botella en el mostrador, cuyo interior ámbar se fue vaciando poco a poco. Escribió un par de oraciones más. Bebió un sorbo final del destilado. Sacó un par de billetes del bolsillo de su pantalón y los dejó debajo de la botella ya vacía de whisky. Guardó su cuaderno de anotaciones en el interior de su abrigo. Se levantó del taburete. Caminó en dirección a la puerta del bar con cierta dificultad. Tropezó con una silla. Temió. Se detuvo. Una gota de sudor recorrió la sien y su espalda. Miró hacia atrás.

Pero nadie en el bar había observado aquel torpe movimiento. Los empleados estaban atentos a su faena. Los parroquianos, por su parte, seguían conversando como si el hombre no estuviese presente en ese momento y en aquel lugar. Salió del bar. Prendió un cigarrillo. No le importó la leve llovizna que caía, suave pero continua, sobre la ciudad. Llegó a su casa. Estaba húmedo. Apoyó el sobretodo en el diván maltrecho y no en el perchero del zaguán, como era su costumbre. Ingresó a su habitación. Se recostó. Al cabo de algunos segundos, se incorporó. Consultó el reloj. Luego, con su mano ajada y temblorosa abrió el cajón de la mesa de luz. “Suficiente”, dijo con un hilo de voz.