Por Mario Arteca

Este es el momento elegido por nadie para hablar
de unas cuantas cosas, todas muy interesantes.
Como hay cantidad de tiempo para decirlas,
el instante se vuelve una simple partícula
de adhesión al infinito. El imán pegado
en la puerta de la heladera no se equivoca
y enseguida llaman a la puerta. De ninguna
manera se presenta un muchacho en moto,
enfundado, semidormido, con una mochila repleta
de elementos perecederos. Tomamos contacto.
Sus ojos asoman como asteriscos negros en la piel
blanca de frío, esa mirada de ratón paseándose
entre los desperdicios sin lugar a otra cosa que
abandonar de pronto el apetito. Como no se trata
de un joven en busca del porcentaje diario, sino
de su pasado, le advierto que yo no llamo porque sí,
que lo que pienso a solas, entre muebles envueltos
por telarañas de inquilinos anteriores, nunca servirá
de alimento a nadie. De todos modos, deja su pedido.
Era una bolsa de supermercado vacía con un mensaje
escrito en tinta china, que decía: “Buena suerte”.